lunes, 3 de enero de 2011

RESEÑA: Guaitecas de Jorge Velásquez




“Cuando emprendas el viaje hacia Itaca
ruega que sea largo el camino”
Constantino Cavafis


Afuera llueve y adentro el tiempo se ha detenido. No sólo el paisaje, todos están en movimiento y muy ocupados. Las gallinas escarban, Juan siembra en el campo, la radio toca una vieja tonada, Rosa lava los cubrecamas de la casa, Carlos lustra las botas de goma, el gato se roba la carne, Raúl falsifica billetes antiguos. Sólo el poeta no tiene trabajo, sólo el poeta parece inmóvil vuelto hacia adentro mientras es testigo, un agüeitador de lo que ocurre.

Lo que ocurre es aquello que muere mientras el poeta lo contempla y aunque no parece trabajo al lado de aquello, el esfuerzo de aferrarse a los episodios tiene un propósito bien claro y es el esfuerzo que hacen los hombres propensos al desastre.
Con este verso prestado del poema Troyanos de Constantino Cavafis, Velásquez alinea la naturaleza de su trabajo poético cerca de la del griego. Cómo él, Velásquez también se hace cargo de un mundo que oscila entre un pasado de esplendor que agoniza en un presente de abandono y miseria. Así como lo muestra Velásquez, y como se deja entrever en ciertas versiones de la Historia de Chile, Chiloé fue alguna vez un lugar de bullente vida multicultural. Una Alejandría en el sur, enclave de diversidad étnica, religiosa y cultural, en la que el poeta realiza su trabajo de testigo que ve más allá de lo aparente.
La apariencia muestra el límite impuesto por el capitalismo, el saqueo de lo que nunca tuvo dueño, pero el testigo sabe que allí hubo un asentamiento huilliche y antes una familia de caoneros y mucho antes el deshielo de un glaciar. Donde la imagen muestra una playa quieta, el testigo sabe que allí hubo un naufragio. Y su tarea es recoger lo que queda, reconstruir el mensaje que iba en la botella. Al igual que la del griego, la poesía de Velásquez sobrepasa con creces al cronista, aunque, en su humildad de caonero que busca pasar desapercibido, Velásquez la haya instalado allí.
Guaitecas es más que una crónica, es más que un viaje a través del paisaje, más que costumbrismo y nostalgia del pasado. Este libro se ha propuesto algo mayor, algo ambicioso aunque urgente. Guaitecas pretende dar cuenta no sólo de lo que es, sino de lo que está dejando de ser o de lo que ha dejado definitivamente de ser. Una crónica sí, puede ser, pero la de alguien que sostiene el agua que se escurre entre sus manos. Un trabajo que sólo cobra visibilidad ante la necesidad de resistir para honrar lo que se está extinguiendo.
Toda escritura es resistencia, dice el brujo que confía en que la palabra escrita tenga más peso que la palabra oral. La palabra escrita recupera y valida la tradición y por eso fue usada hasta el cansancio por los brujos de la Mayoría como arma mágica contra la asimilación, contra la transculturización. En definitiva; contra el aniquilamiento del orden heredado.
Pero así como la extinción acarrea el peso del tiempo –a diferencia del exterminio que es una acción más bien planificada- la recuperación requiere del paso del tiempo –a diferencia de la escritura programática que es voluntad planificada- el brujo, el pelapecho que es el poeta y que como aquél mantiene la naturaleza de su trabajo en secreto, se propone una acción mágica que será un proceso; un viaje, un camino lleno de pruebas muchas veces peligrosas para el alma, un paso tortuoso, como el mismo nombre de Guaitecas insinúa en una de sus acepciones.
No me extraña que a Velásquez le haya tomado 10 años la escritura de su Guaitecas y que siga tomándose con calma el derrotero de su libro. Un viaje –aún el viaje mágico- es un desplazamiento que activa el cruce de las coordenadas tiempo/espacio. Un viaje debe permitirse el encuentro de ambas variables, que ellas actúen en el viajero y se marque su huella. Más aún este viaje, cuyo sentido está en sí mismo, dice el autor, cuya historia no tiene antagonistas ni protagonistas, un viaje que pasa de la historia a la biografía, de un paisaje que se recrea a un paisaje que se sufre, de un episodio que se experimenta al de uno que se imagina.
Un movimiento no jerárquico como éste, que existe sólo porque hay uno que lo agüeita, que lo testifica, un movimiento como así precisa de tiempo para llegar decantado y con la potencia de su peso a la página en blanco.
Y el lector comprobará complacido que cada verso de este libro ha valido su tiempo de reposo. El lector se felicitará de tenerlo en sus manos y leerlo. El lector celebrará que existan poetas que se enfrenten a la poesía con la conciencia de ser hombres propensos al desastre. Hombre y mujeres cuyo quehacer silencioso cobra importancia sólo en la tragedia de un mundo que se despide para dar paso a otro, un mundo no mejor, no peor, simplemente un mundo diferente.
Intentos como el de Velásquez podemos ver también en Chile en las obras de Pablo de Rokha, Violeta Parra y Gabriela Mistral en el Poema de Chile. Sus obras también se plantean como viajes de rescate, de recuperación de lo abandonado de una identidad. No subestimamos el valor de estos intentos de recuperar y revitalizar lo que agoniza, sabemos que la memoria es la hija predilecta de la casa y que si un resto sobrevive en la toponimia es porque aún late en nosotros esa sangre. El fuego que alguna vez ardió y nos reunió volverá a arder porque no importa desde donde se inicie el viaje si es que en el eterno retorno tenemos el viento a favor.
Me gustaría terminar anunciando un rasgo de mi total agrado de una poesía que merece una comprensión mucho más acabada de lo que yo pueda hacer aquí. Me refiero a un elemento que potencia el efecto de recuperación que leo en este libro. La sensación de que es un testigo que se permite ir al encuentro de las materias poéticas sin violentarlas ni en afán paternalista.
Hay una suerte de abandono del ego que no anula a la persona. Hay una especie de empatía profunda con el objeto de la mirada, una fusión, si se quiere, que no es lo mismo que prestar la voz a los que no tienen voz. El poeta está mirando con los ojos del habitante de la dalca (un chono en su canoa), que él es parte de los pescadores que defienden su caleta, que es el abuelo que sostiene el ritual del fogón, que es el navegante perdido en la noche de gélidas estrellas. Y que a la vez es el testigo, el agüeitador, el pelapecho que resiste con su escritura, el poeta sin un trabajo visible. Puede que sea esta cualidad empática, unida a la de aceptación respetuosa de lo que es, lo que permite al navegante sortear el paso tortuoso de su viaje. El navegante no rehúye la dificultad, el dolor, el mal tiempo. No pretende irse a otra parte, adoptar un modo de vida más cómodo y civilizado (como intentaron inculcarles sin éxito a los fueguinos desde Fitz Roy hasta Pedro Aguirre Cerda). El sólo quiere cruzar a la otra isla.
Y aquí yo veo un nuevo guiño intertextual con la poesía de Cavafis del poema La ciudad. En Cavafis el irse a otra ciudad huyendo del lugar en que fuimos infelices es inútil; un hado irreversible dicta que la ciudad te seguirá a donde vayas y no podrás escapar de la desgracia huyendo. En Velásquez, en cambio, es necesario el desplazamiento. Para llegar a la isla hay que ir hacia ella, hay que hacer camino, aventurarse por los canales, atreverse a cruzar. El viaje de recuperación, aunque no está exento de penurias, es uno muy distinto al viaje del que se escapa del desastre, pues requiere ser afrontado con valor y recurriendo a la fuerza interior para llegar a buen destino.
El poeta recomienda y le creo: 

No dejes de ir a Quenac
la isla no irá por ti
el instinto puede ser tu barco.



Alejandra del Río
Santiago de Chile, junio 2010

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